domingo, 15 de enero de 2012

CALÍMACO: HIMNO A DELOS



Que los himnos celebran a los dioses (o a los héroes) es algo que todos entendemos de forma inmediata. Por ello sorprende descubrir que el cuarto de los himnos de Calímaco tiene por destinataria una isla, Delos. Bien es verdad que este lugar ocupa un puesto de importancia en la Mitología Clásica como sitio del nacimiento de Apolo y, quizá, de su hermana Ártemis.

El hecho de que el himno esté dedicado a una isla no es el único aspecto insólito con que se encontrará el lector. Sin duda le sorprenderá también hallar en este poema a Apolo, dios del oráculo en Delfos, profetizando desde el vientre de su madre. 

No todos los críticos han considerado de buen gusto esta última originalidad. Pero acaso no sea sino otro recordatorio de que, si sólo pensamos encontrar en Calímaco al autor de una "poesía de porcelana", estamos errando el tiro. 

Sin duda hay mucha porcelana en el autor de Cirene. Y, más todavía, otros materiales.



HIMNO IV 
A DELOS 


¿En qué momento o cuándo cantarás, corazón, a la sagrada 
Delos, de Apolo nutricia? En efecto, todas 
las Cíclades, las más sagradas de las islas que en el mar se hallan, 
merecen himnos. Pero Delos quiere recibir honor especial
de las Musas, porque a Febo, de los cantos celador,
 lo lavó y lo fajó y, como a dios, lo alabó la primera.
Igual que las Musas al aedo que a Pimplea no canta
lo odian, así Febo al que de Delos se olvida.
A Delos ahora en mi canto daré parte, para que Apolo
cintio me alabe por ocuparme de su querida nodriza.

Aquélla, azotada por los vientos, no hollada, cual tierra castigada por el mar,
recorrida por gaviotas más que por caballos,
hunde sus raíces en el ponto; éste, dando en torno a ella frecuentes vueltas,
de la espuma del mar icario se desprende en abundancia.
Por eso también en ella se asentaron los arponeros que surcan el mar.
Pero no da motivo de indignación por contarse entre las más destacadas,
cuando junto a Océano y la titánida Tetís
las islas se reúnen y ella, como guía, abre siempre camino.
Ella, la fenicia Cirno, por detrás la acompaña, siguiendo sus huellas,
isla nada despreciable, y la Mácrida Abantiada, morada de los elopieos,
y la encantadora Sardo, y aquélla a la que llegó nadando Cipris
cuando por primera vez del agua salió: la protege por haber posado en ella el pie.
Aquellas islas ponen su confianza en torres y atalayas,
mas Delos en Aplo: ¿qué baluarte hay más sólido?
Murallas y sillares pueden caer al impulso
del estrimonio Bóreas; pero el dios siempre es inamovible.
Delos querida, ¡tal protector te ampara!

Y si tan abundantes son los cantos que en torno a ti corren,
¿con cuál te atraeré?, ¿qué agrada a tu ánimo escuchar?
¿Cómo, en un principio, el gran dios, los montes hendiendo
con el arma de tres puntas, labor de los telquines,
las islas marinas se aplicaba a crear, cómo a todas
de su misma base las alzó y mandó rodando al mar?
A las otras en el fondo, para que el continente olvidaran,
les hizo echar profundas raíces; a ti no te afligió tal obligación,
sino que, sin ataduras, por los mares navegabas. Tu nombre antiguo
era Asteria, que a una profunda sima saltaste
desde el cielo, por rehuir el matrimonio de Zeus, tú, a una estrella idéntica.
En tanto no llegaba hasta ti la dorada Leto,
tú seguías siendo Asteria y aún no te celebraban como Delos.
Muchas veces a ti te contemplaron los marineros
que iban de Trecén, ciudadela de Janto, a Éfira,
dentro del golfo sarónico; y, de Éfira al partir,
éstos no volvieron a verte, que tú de un lado a otro cruzaste
el rápido canal del estrecho Euripo, que con estrépito fluye.
En el mismo día dejaste atrás las aguas del mar calcídico
y llegaste nadando hasta el cabo Sunion, tierra ateniense,
o a Quíos, o al promontorio, empapado por el agua, de la isla
Partenia (que aún no era Samos), donde a ti las ninfas
micalesias, vecinas de Anceo, te regalaron.
Cuando a Apolo un suelo patrio ofreciste,
este nombre a cambio los que el mar surcan te pusieron,
porque ya no navegabas sin mostrarte, sino que entre las olas
del mar egeo tus pies echaron raíces.

Ni a Hera, en su irritación, temiste. Ella de forma terrible
bramaba contra todas las parturientas que para Zeus hijos
daban a luz, y contra Leto de forma singular, que ella sola
iba a parir un hijo más grato a Zeus que Ares.
Así pues, en persona la vigilancia ejercía desde el éter,
presa de una furia enorme e indecible, y a Leto, que las angustias del parto
sufría, de todos la mantenía apartada. Dos guardianes le tenía apostados,
la tierra oteando. El uno, sentado
sobre una elevada cumbre del tracio Hemo, el continente
vigilaba, el impetuoso Ares, provisto de armas; sus dos caballos
se resguardaban junto a la profunda caverna del Bóreas.
La otra cual vigía sobre las islas escarpadas
estaba apostada, la hija de Taumante, que a lo alto del Mimante se apresurara.
Así la amenaza de éstos pendía sobre todas las ciudades
a las que se acercaba Leto, e impedían que la acogiesen.
De ella huía Arcadia, de ella huía el sacro monte de Auge,
el Partenio, de ella huía por detrás el anciano Feneo,
de ella huía toda la parte del Peloponeso que linda con el Istmo,
salvo Egialo y Argos, que aquellas sendas
ni pisó, pues el Ínaco lo obtuvo como propio Hera.
Huía también Aonia por este mismo camino, y tras ella seguían
Dirce y Estrofia, la mano sosteniendo
de su padre Ismeno, el de los negros cantos. Aquél seguía muy por detrás,
el Asopo, de pesadas rodillas desde que lo alcanzó el rayo.
La otra, conmovida, de bailar dejó, la ninfa
de la tierra nacida, Melia; pálida quedó su mejilla,
que con dificultad respiraba, preocupada por su árbol, al ver que se agitaba
la cabellera del Helicón. Diosas mías, Musas, decid:
¿es verdad que los árboles nacieron al tiempo que las ninfas?
“Las ninfas se alegran cuando a los árboles hace crecer la lluvia;
las ninfas, en cambio, lloran cuando a los árboles ya no les quedan hojas”.
Con ellas Apolo, estando aún en el vientre, terriblemente se irritó,
y pronunció esta amenaza, que no quedó incumplida, contra Teba:

“Teba, ¿por qué, desdichada, pones a prueba tu próximo destino?
De ningún modo me obligues, contra mi voluntad, a vaticinar.
Aún no me incumbe la sede del trípode en Pito
y aún no está muerta la serpiente inmensa, sino que todavía aquel
animal, de prodigiosas mandíbulas, desde el Plisto se arrastra
y el Parnaso nevado cubre con nueve vueltas de su cola.
Mas a las claras te diré algo, más punzante que si profetizara desde el laurel:
echa a correr, que presto te alcanzaré, cuando con sangre vaya a lavar
mis armas. A ti los hijos de una lenguaraz mujer
te tocaron en suerte. No serás tú mi nodriza,
ni el Citerón. Y pues soy puro, también de quienes son puros me cuidaré”.

Así dijo, y Leto, dando marcha atrás, otra vez se puso en camino.
Pero cuando las ciudades aqueas le negaron
el paso (Hélice, de Posidón compañera,
y Bura, donde estabula sus vacas Dexámeno, hijo de Eceo),
de vuelta a Tesalia sus pies dirigía. Y la rehuía el Anauro,
y la gran Larisa y los altos de Quirón,
y la rehuía también el Peneo, escurriéndose por el Tempe.
Hera, entonces aún tenías despiadado corazón,
y no te conmoviste ni apiadaste cuando, los
dos brazos tendiendo, en vano pronunció tales palabras:

“Ninfas tesalias, de un río progenie, decid a vuestro padre
que serene su curso; abrazaos a su barba,
suplicando que a los hijos de Zeus me deje parir en sus aguas.
Peneo tesalio, ¿por qué ahora rivalizas con los vientos?
Padre, a fe que no montas un caballo de competición.
¿Es que siempre son así de rápidos tus pies, o por mí
sólo cobran alas, y has dispuesto que a volar echen
hoy de repente? Éste está sordo. Dulce carga mía,
¿a dónde llevarte? Es que mis infelices pies flaquean.
Mas Pelión, tálamo de Fílira, aguarda tú,
aguarda, que también muchas veces en tus montes las fieras
leonas recostaron los frutos de sus salvajes partos”.

Entonces, sí, a ésta Peneo replicaba, lágrimas vertiendo:

“Leto, la Necesidad es una gran diosa. Que yo no
menosprecio, señora, tu dolor (sé que también otras
parturientas en mí se lavaron), mas Hera
me amenazó sin medida. Vuélvete a mirar qué vigía
en lo alto del monte ejerce vigilancia; ése con facilidad
de mi cauce me levantaría. ¿Qué plan seguir? ¿Es que el que muera
Peneo te es grato? Sea: el día de mi destino
soportaré por ti, aunque haya de tener
por tiempo eterno un curso ayuno de corrientes
y entre los ríos a mí solo el más afrentado se me llame.
Aquí estoy yo, ¿para qué más palabras?: llama simplemente a Ilitía”.

Dijo, y retuvo su vasta corriente. Mas Ares,
levantando de raíz las cumbres del Pangeo, iba
a arrojarlas contra sus remolinos y a cegar su curso.
Desde lo alto bramó y con la punta de la lanza golpeó
el escudo: éste lanzó un grito de guerra. Temblaban del Osa
los montes, la llanura de Cranón y las cimas del Pindo,
de insanos vientos; por el miedo bailó toda
Tesalia: tal fue el estrépito con que resonó el escudo.
Y, como cuando del monte Etna, que con el fuego humea,
se conmueven todas las profundidades, al cambiar Briareo,
el gigante que bajo él habita, la postura del hombro en que se apoya;
o como cuando los hornos rugen bajo la tenaza de Hefesto,
y sus obras a un tiempo, y terriblemente chillan las vasijas 
al fuego trabajadas, y los trípodes, al apilarse unos sobre otros:
así de grande fue el estrépito que surgió del escudo bien redondeado.
Peneo, por su parte, no se retiraba, sino que se mantenía resistiendo,
de la misma forma que al principio, y sus veloces corrientes detuvo
hasta que la hija de Ceo le increpó: “¡Sálvate en paz,
sálvate! No sufras un mal por culpa de esta muestra de piedad
que me brindas: tu favor tendrá recompensa”.

Así que, tras padecer antes muchas fatigas, marchó a las islas
marinas. Mas éstas no la acogían cuando se acercaba,
ni las Equínades, que espléndida cala para las naves poseen,
ni la que Corcira se llama, la más hospitalaria de todas;
que Iris desde lo alto del elevado Mimante se lo impedía,
presa de una furia muy terrible contra todas. Ellas, ante sus amenazas,
a toda velocidad huían siguiendo la corriente, las islas con que se encontraba.
Luego a la antañona isla de Cos, tierra de Méropes,
llegó, de la heroína Calcíope sacro recinto,
mas a ella la retenían estas palabras de su hijo: “Tú, madre,
no me des aquí a luz. Pues ni la censuro ni desdeño
a la isla, que es espléndida y rica en pasto, cual ninguna otra.
Pero es que a ella las Moiras otro dios le adeudan,
un excelso vástago de los Salvadores. Bajo su corona
llegarán, no contra su voluntad, a ser gobernadas por el macedonio
una y otra tierra, y las islas que en los mares se hallan,
del oeste al este, desde donde sus veloces caballos
al Sol portan. Éste marchará por la senda de su padre.
Y en alguna ocasión una común contienda se nos presentará,
más adelante, cuando aquéllos, sobre los helenos alzando
el bárbaro puñal y al Ares celta despertando,
los postreros Titanes, desde el último extremo de occidente
se precipiten, a copos de nieve semejantes, o idénticos en número
a celestes fenómenos, cuando en mayor número por los pastos del aire vagan.
Los hijos (…)
(…)
y las llanuras de Crisa y las angosturas de (…)
se hallen rodeadas y asfixiadas, y vean el denso humo
del vecino que arde, y ya no simplemente lo oigan,
sino que ya junto al templo contemplen las falanges
de los enemigos, y ya, junto a mis trípodes,
espadas y tahalíes impúdicos y odiosos
escudos, que para los Gálatas, raza insensata, una senda infausta
abrirán: de ellos los unos serán mi presente, mientras los otros,
junto al Nilo, tras ver expirar en el fuego a quienes los portaban,
yacerán cual premio a la victoria de un rey que mucho se esforzó.
Tolomeo del futuro, éstos que recibes son vaticinios de Febo;
alabarás grandemente al adivino que aún se halla en el claustro
más adelante, por todos los días. Y tú toma nota de esto, madre:
hay en las aguas una isla diáfana, alargada,
que vaga por los mares; sus pies no reposan en el suelo,
sino que a expensas de las corrientes va flotando, como un asfódelo,
por donde el Noto, por donde el Euro, por donde la conduce el Océano.
Llévame allí, que a ella con buen talante encontrarás”.

En el mar las otras islas del que tantas cosas decía a la carrera se apartaban.
Asteria, que los bailes amas, tú desde Eubea regresabas,
por ver a las Cíclades que en círculo forman, no hace tanto,
que todavía por detrás te seguían las algas del Geresto.
Al verlo, al punto te detuviste y (…)
con audacia esto dijiste (…),
a la diosa que los dolores agobiaban contemplando:
 “¡Hera, haz conmigo eso que a ti te gusta, que de tus amenazas
nunca me he cuidado! ¡Ven hasta aquí, ven conmigo, Leto!”
Así hablaste. Ella con gusto llegó al fin de todos sus vagabundeos.
Y se fue a sentar cabe la corriente del Inopo, al que con mayor caudal
la tierra entonces hace brotar, cuando, con crecida corriente,
el Nilo desciende desde el precipicio etíope.
Se desató la faja y se recostó hacia atrás, con los hombros,
contra el tronco de una palmera, por lo angustioso de la situación
afligida: por su piel fluía el húmedo sudor.
Y dijo, desfallecida: “¿Por qué, hijo, a tu madre oprimes?
Querido, es tuya esta isla que va navegando sobre el mar.
Nace, nace, hijo, y sal con buen talante del vientre”.
Esposa de Zeus, la de grave carácter, tú no ibas a permanecer
por mucho tiempo sin enterarte, que tal mensajera llegó a ti corriendo.
Dijo jadeando, y con el miedo se mezclaba su relato:

“Hera honorable, que en mucho aventajas a las demás diosas,
tuya soy yo, tuyo es todo, que tú, cual soberana, te sientas
en el Olimpo por derecho de nacimiento, y a otra mano femenina
no tememos. Tú, la que gobiernas, conocerás al culpable de tu irritación:
Leto se desata el ceñidor al amparo de una isla.
Todas las demás la rechazaban y no la aceptaban,
mas Asteria por su nombre, cuando a su lado pasaba, la llamó,
Asteria, vómito malhadado del mar: tú misma lo sabes.
Pero, querida señora, pues puedes, ayuda
a tus servidores, que la tierra recorren a tus órdenes”.

Dijo, y a los pies del dorado trono se sentaba, como perra
de Ártemis, la que, cuando cesa en la vertiginosa cacería,
se sienta, animal de presa, a los pies de su ama, con las orejas
bien erguidas, siempre prestas a escuchar la orden de la diosa:
a ésta semejante se sentaba a los pies del trono la hija de Taumante;
ella nunca se olvida de su puesto,
ni cuando el sueño apoya en ella sus alas que olvido infunden,
sino que allí mismo, junto al extremo del gran trono,
tras apoyar a corta distancia la cabeza, torcida duerme.
Nunca la faja se desata, ni sus veloces
botas, no vaya a darle alguna orden repentina
su ama. Ésta, duramente apesadumbrada, decía:

“¡Sea ahora así, vergüenza de Zeus, desposaos
en secreto y parid a escondidas, ni siquiera donde las sufridas
jornaleras entre esfuerzos dan a luz en difíciles partos, sino donde las focas
marinas paren, en los desiertos cantiles!
Hacia Asteria no siento ningún rencor por este
extravío, ni hay por qué le haga nada que la conturbe.
Todo esto tengo que decir de ella (muy mal favor le concedió a Leto);
mas a ésta de forma tremenda la venero, porque mi
lecho no holló, y antes que a Zeus prefirió el mar”.

Dijo ella, y los cisnes, que celebran en sus cantos al dios,
tras abandonar el meonio Pactolo, rodearon
siete veces Delos y acompañaron con su canto el parto,
las aves de las Musas, los más canoros de los pájaros
(por ello luego el mozo en la lira puso cuerdas
en tal número, como veces los cisnes cantaron durante los afanes de su parto).
A la octava vez ya no cantaron, que él saltó fuera. Ellas, las ninfas delias,
estirpe de un río antañón, a gran distancia
lanzaron el sagrado canto de Ilitía, y al instante el éter
broncíneo devolvió con el eco el agudo griterío.
Y no se indignó Hera, que su ira apaciguó Zeus.
De oro entonces todos tus cimientos se volvieron, Delos,
oro manaba durante todo el día la circular laguna,
de dorada cabellera se cubrió el natalicio vástago del olivo,
y entre oro se desbordaba el Inopo de profundas aguas y remolinos.
Tú misma del dorado suelo levantaste al niño,
lo acogiste en tu regazo y tales palabras pronunciaste:

“¡Oh, Gran Señora, rica en altares, rica en ciudades, rica en dones,
próspera tierra firme e islas, que a mi alrededor habitáis!
Ésta soy yo, así, difícil de arar, mas por mí
“Delio” será llamado Apolo, y ninguna otra
tierra será tan amada por parte de otro dios:
no lo será la tierra cércnide por el soberano Posidón Lequeo,
no lo será la colina cilenia por Hermes, ni por Zeus Creta,
no lo serán tanto como yo por Apolo. Y ya no seguiré errando”.

Así lo contaste tú, mientras él tiraba del dulce pecho.
Por tanto, también entre las islas la más santa desde entonces
eres llamada, nodriza de Apolo. Y en ti ni Enio
ni Hades ponen el pie, ni los caballos de Ares.
Antes bien, en una y otra mitad del año se te envían siempre como diezmos
las primicias, y aportan coros todas las ciudades
que tierras ocuparon al este y al oeste,
al sur, y los que por encima del boreal
límite sus casas poseen, antiquísima raza.
Ellos te traen, los primeros, la caña y de las espigas
las sacras brazadas: esto, que de lejos procede, son los pelasgos de Dodona
los que lo reciben en primer lugar,
los servidores del caldero que no calla, que en tierra duermen.
En segundo lugar la ciudad de Iro y los montes de la tierra Mélide
vienen. De allí cruzan navegando a la fecunda
llanura lelantina, la de los abantes. Y ya no es larga
la travesía desde Eubea, que vecinos a ti se hallan sus puertos.
Las primeras que estas cosas te trajeron desde los rubios arimaspos
fueron Upis, Loxo y la afortunada Hecaerga,
hijas de Bóreas, y los varones que entonces eran los mejores
entre los jóvenes. Y no volaron éstos de vuelta a casa,
que la fortuna los mimó, y sin gloria ya nunca se quedaron.
Sí, las jóvenes delias, cuando el himeneo de hermosa voz
amedrenta los ánimos de las muchachas, traen como primicia
su cabellera, nunca antes cortada, para aquellas doncellas, y los chicos varones,
para aquellos jóvenes, la primera mies de sus barbas.
Asteria, rica en incienso, todo a tu alrededor las islas
un círculo formaron, y como un coro cayeron en torno a ti.

Ni en silencio ni sin ruido te contempla el Héspero
de rizado pelo, mas siempre envuelta en griteríos.
Los unos acompañan la música cantando el nomo del anciano licio,
que desde Janto te trajo el profeta Olén;
ellas, las coreutas, con su pie golpean el firme suelo.
En efecto entonces también de coronas se carga la sacra imagen
de la Cipris antigua, muy implorada, la que otrora Teseo
erigió, cuando con los muchachos regresaba navegando desde Creta.
Ellos, que habían escapado del aterrador mugido del salvaje hijo
de Pasífae, y del retorcido solar del esquinado laberinto,
en torno a tu altar, señora, cuando se alzó el sonido de las cítaras,
en círculo bailaron, y al coro lo guió Teseo.
Desde entonces los hijos de Cécrope mandan a Febo
los aparejos de aquel barco, perpetuas reliquias de la embajada.
Asteria, rica en altares, muy invocada, ¿qué marinero,
un comerciante del Egeo, pasó de largo a tu lado con su nave rauda?
No son tan potentes los vientos que sobre él soplan,
ni la necesidad le empuja a hacer la travesía a la mayor velocidad. Al contrario,
prestos plegaron las velas, y de nuevo no se hicieron a la mar
antes de, entre golpes, dar vueltas a tu imponente altar,
por sus pies batido, y morder el sacro tocón del olivo,
sus manos echando hacia atrás. Ritos son éstos que se inventó la ninfa delia
como juegos y ocasión de risa para el niño Apolo.

¡Oh, próspero corazón de las islas! Salud a ti,
salud a Apolo, y también a la que gestó Leto.



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