domingo, 29 de enero de 2012

EL CIERVO Y LA CRUZ



Me llamaba la atención el ciervo que aparece en las botellas de Jägermeister enmarcando con sus cuernos una cruz resplandeciente. Esta mañana he descubierto por casualidad el porqué de esa imagen.

Traducía a un autor bizantino, Juan de Damasco (676-749), cuando llegué a un pasaje en el que reproduce el texto del Martirio de San Eustacio que aparece más abajo. 

La leyenda piadosa del hombre de mundo al que se le revela Jesús bajo la apariencia de un ciervo que intentaba cazar tiene por protagonista a Plácido (después Eustacio o Eustaquio) en la tradición oriental a la que pertenece Juan Damasceno.

En Occidente protagoniza la misma historia Huberto de Lieja, santo patrono de los cazadores y de la bebida espirituosa producida en Alemania bajo el nombre de Jägermeister, “maestro cazador”


Un día que, según su costumbre, salió Plácido a cazar al monte con el ejército y todos los escuderos, vio una manada de ciervos que pacía. Y, tras disponer la tropa según su costumbre, se lanzó en su persecución. Mientras todos los soldados estaban ocupados capturando los ciervos, el más inmenso y de mejor aspecto de toda la manada se apartó de ella y se lanzó hacia el boscaje, en la parte más tupida de la selva y los sitios de más difícil paso. Cuando Plácido lo vio, sintió el deseo de capturarlo, abandonó a todos y salió en su persecución con unos pocos soldados. Los que estaban con él desfallecieron y él fue el único que perseveró en la persecución. Por providencia divina no desfalleció su caballo ni él se amilanó ante la dificultad del terreno; y, por lo prolongado de la persecución, se encontró a gran distancia de su tropa. Aquel ciervo, ocupando la cima de una roca elevadísima, se quedó parado sobre ella. Habiéndose acercado más el comandante, sin la compañía de nadie, se quedó de pie mirando al ciervo desde todas partes y reflexionando de qué forma podría atraparlo. 


Mas el sapientísimo y misericordioso Dios, que medita caminos de todo tipo pensando en la salvación de los hombres, cazó a su vez a éste en la cacería, no como a Cornelio a través de Pedro, sino como a Pablo, su perseguidor, por medio de la manifestación de sí mismo. Cuando Plácido llevaba detenido un largo tiempo dirigiendo su mirada al ciervo, admirándose de su tamaño sin saber cómo capturarlo, el Señor le mostró un prodigio del tipo siguiente, no inverosímil ni que excediera la grandeza de su poder. Igual que, en el caso de Balaán, al dotar de palabra a su burra puso a prueba su raciocinio, así también en este caso le muestra a éste sobre los cuernos del ciervo la figura de la santa cruz, que brillaba con más intensidad que la luz del Sol, y en medio de los cuernos la imagen del cuerpo que portó a Dios, el cual aceptó asumir por nuestra salvación. Y, prestándole voz humana al ciervo, llama a Plácido diciéndole: 


‘Plácido, ¿por qué me persigues? Mira, por ti me hallo aquí y tú me has visto en la figura de este animal. Yo soy Jesucristo, al que veneras sin saberlo. Pues tus buenas obras, las que haces con los necesitados, han sido acogidas en mi presencia. Y he venido para manifestarme a ti por medio de este ciervo, para cazarte a ti a mi vez y atraparte con las redes de mi amor por los hombres. Es que no es justo que, quien me es querido por sus buenas obras, sea esclavo de espíritus impuros y de ídolos inertes y mudos. Por esto he venido a la tierra con este aspecto que ahora ves, porque quería salvar al género humano’.



domingo, 15 de enero de 2012

CALÍMACO: HIMNO A DELOS



Que los himnos celebran a los dioses (o a los héroes) es algo que todos entendemos de forma inmediata. Por ello sorprende descubrir que el cuarto de los himnos de Calímaco tiene por destinataria una isla, Delos. Bien es verdad que este lugar ocupa un puesto de importancia en la Mitología Clásica como sitio del nacimiento de Apolo y, quizá, de su hermana Ártemis.

El hecho de que el himno esté dedicado a una isla no es el único aspecto insólito con que se encontrará el lector. Sin duda le sorprenderá también hallar en este poema a Apolo, dios del oráculo en Delfos, profetizando desde el vientre de su madre. 

No todos los críticos han considerado de buen gusto esta última originalidad. Pero acaso no sea sino otro recordatorio de que, si sólo pensamos encontrar en Calímaco al autor de una "poesía de porcelana", estamos errando el tiro. 

Sin duda hay mucha porcelana en el autor de Cirene. Y, más todavía, otros materiales.



HIMNO IV 
A DELOS 


¿En qué momento o cuándo cantarás, corazón, a la sagrada 
Delos, de Apolo nutricia? En efecto, todas 
las Cíclades, las más sagradas de las islas que en el mar se hallan, 
merecen himnos. Pero Delos quiere recibir honor especial
de las Musas, porque a Febo, de los cantos celador,
 lo lavó y lo fajó y, como a dios, lo alabó la primera.
Igual que las Musas al aedo que a Pimplea no canta
lo odian, así Febo al que de Delos se olvida.
A Delos ahora en mi canto daré parte, para que Apolo
cintio me alabe por ocuparme de su querida nodriza.

Aquélla, azotada por los vientos, no hollada, cual tierra castigada por el mar,
recorrida por gaviotas más que por caballos,
hunde sus raíces en el ponto; éste, dando en torno a ella frecuentes vueltas,
de la espuma del mar icario se desprende en abundancia.
Por eso también en ella se asentaron los arponeros que surcan el mar.
Pero no da motivo de indignación por contarse entre las más destacadas,
cuando junto a Océano y la titánida Tetís
las islas se reúnen y ella, como guía, abre siempre camino.
Ella, la fenicia Cirno, por detrás la acompaña, siguiendo sus huellas,
isla nada despreciable, y la Mácrida Abantiada, morada de los elopieos,
y la encantadora Sardo, y aquélla a la que llegó nadando Cipris
cuando por primera vez del agua salió: la protege por haber posado en ella el pie.
Aquellas islas ponen su confianza en torres y atalayas,
mas Delos en Aplo: ¿qué baluarte hay más sólido?
Murallas y sillares pueden caer al impulso
del estrimonio Bóreas; pero el dios siempre es inamovible.
Delos querida, ¡tal protector te ampara!

Y si tan abundantes son los cantos que en torno a ti corren,
¿con cuál te atraeré?, ¿qué agrada a tu ánimo escuchar?
¿Cómo, en un principio, el gran dios, los montes hendiendo
con el arma de tres puntas, labor de los telquines,
las islas marinas se aplicaba a crear, cómo a todas
de su misma base las alzó y mandó rodando al mar?
A las otras en el fondo, para que el continente olvidaran,
les hizo echar profundas raíces; a ti no te afligió tal obligación,
sino que, sin ataduras, por los mares navegabas. Tu nombre antiguo
era Asteria, que a una profunda sima saltaste
desde el cielo, por rehuir el matrimonio de Zeus, tú, a una estrella idéntica.
En tanto no llegaba hasta ti la dorada Leto,
tú seguías siendo Asteria y aún no te celebraban como Delos.
Muchas veces a ti te contemplaron los marineros
que iban de Trecén, ciudadela de Janto, a Éfira,
dentro del golfo sarónico; y, de Éfira al partir,
éstos no volvieron a verte, que tú de un lado a otro cruzaste
el rápido canal del estrecho Euripo, que con estrépito fluye.
En el mismo día dejaste atrás las aguas del mar calcídico
y llegaste nadando hasta el cabo Sunion, tierra ateniense,
o a Quíos, o al promontorio, empapado por el agua, de la isla
Partenia (que aún no era Samos), donde a ti las ninfas
micalesias, vecinas de Anceo, te regalaron.
Cuando a Apolo un suelo patrio ofreciste,
este nombre a cambio los que el mar surcan te pusieron,
porque ya no navegabas sin mostrarte, sino que entre las olas
del mar egeo tus pies echaron raíces.

Ni a Hera, en su irritación, temiste. Ella de forma terrible
bramaba contra todas las parturientas que para Zeus hijos
daban a luz, y contra Leto de forma singular, que ella sola
iba a parir un hijo más grato a Zeus que Ares.
Así pues, en persona la vigilancia ejercía desde el éter,
presa de una furia enorme e indecible, y a Leto, que las angustias del parto
sufría, de todos la mantenía apartada. Dos guardianes le tenía apostados,
la tierra oteando. El uno, sentado
sobre una elevada cumbre del tracio Hemo, el continente
vigilaba, el impetuoso Ares, provisto de armas; sus dos caballos
se resguardaban junto a la profunda caverna del Bóreas.
La otra cual vigía sobre las islas escarpadas
estaba apostada, la hija de Taumante, que a lo alto del Mimante se apresurara.
Así la amenaza de éstos pendía sobre todas las ciudades
a las que se acercaba Leto, e impedían que la acogiesen.
De ella huía Arcadia, de ella huía el sacro monte de Auge,
el Partenio, de ella huía por detrás el anciano Feneo,
de ella huía toda la parte del Peloponeso que linda con el Istmo,
salvo Egialo y Argos, que aquellas sendas
ni pisó, pues el Ínaco lo obtuvo como propio Hera.
Huía también Aonia por este mismo camino, y tras ella seguían
Dirce y Estrofia, la mano sosteniendo
de su padre Ismeno, el de los negros cantos. Aquél seguía muy por detrás,
el Asopo, de pesadas rodillas desde que lo alcanzó el rayo.
La otra, conmovida, de bailar dejó, la ninfa
de la tierra nacida, Melia; pálida quedó su mejilla,
que con dificultad respiraba, preocupada por su árbol, al ver que se agitaba
la cabellera del Helicón. Diosas mías, Musas, decid:
¿es verdad que los árboles nacieron al tiempo que las ninfas?
“Las ninfas se alegran cuando a los árboles hace crecer la lluvia;
las ninfas, en cambio, lloran cuando a los árboles ya no les quedan hojas”.
Con ellas Apolo, estando aún en el vientre, terriblemente se irritó,
y pronunció esta amenaza, que no quedó incumplida, contra Teba:

“Teba, ¿por qué, desdichada, pones a prueba tu próximo destino?
De ningún modo me obligues, contra mi voluntad, a vaticinar.
Aún no me incumbe la sede del trípode en Pito
y aún no está muerta la serpiente inmensa, sino que todavía aquel
animal, de prodigiosas mandíbulas, desde el Plisto se arrastra
y el Parnaso nevado cubre con nueve vueltas de su cola.
Mas a las claras te diré algo, más punzante que si profetizara desde el laurel:
echa a correr, que presto te alcanzaré, cuando con sangre vaya a lavar
mis armas. A ti los hijos de una lenguaraz mujer
te tocaron en suerte. No serás tú mi nodriza,
ni el Citerón. Y pues soy puro, también de quienes son puros me cuidaré”.

Así dijo, y Leto, dando marcha atrás, otra vez se puso en camino.
Pero cuando las ciudades aqueas le negaron
el paso (Hélice, de Posidón compañera,
y Bura, donde estabula sus vacas Dexámeno, hijo de Eceo),
de vuelta a Tesalia sus pies dirigía. Y la rehuía el Anauro,
y la gran Larisa y los altos de Quirón,
y la rehuía también el Peneo, escurriéndose por el Tempe.
Hera, entonces aún tenías despiadado corazón,
y no te conmoviste ni apiadaste cuando, los
dos brazos tendiendo, en vano pronunció tales palabras:

“Ninfas tesalias, de un río progenie, decid a vuestro padre
que serene su curso; abrazaos a su barba,
suplicando que a los hijos de Zeus me deje parir en sus aguas.
Peneo tesalio, ¿por qué ahora rivalizas con los vientos?
Padre, a fe que no montas un caballo de competición.
¿Es que siempre son así de rápidos tus pies, o por mí
sólo cobran alas, y has dispuesto que a volar echen
hoy de repente? Éste está sordo. Dulce carga mía,
¿a dónde llevarte? Es que mis infelices pies flaquean.
Mas Pelión, tálamo de Fílira, aguarda tú,
aguarda, que también muchas veces en tus montes las fieras
leonas recostaron los frutos de sus salvajes partos”.

Entonces, sí, a ésta Peneo replicaba, lágrimas vertiendo:

“Leto, la Necesidad es una gran diosa. Que yo no
menosprecio, señora, tu dolor (sé que también otras
parturientas en mí se lavaron), mas Hera
me amenazó sin medida. Vuélvete a mirar qué vigía
en lo alto del monte ejerce vigilancia; ése con facilidad
de mi cauce me levantaría. ¿Qué plan seguir? ¿Es que el que muera
Peneo te es grato? Sea: el día de mi destino
soportaré por ti, aunque haya de tener
por tiempo eterno un curso ayuno de corrientes
y entre los ríos a mí solo el más afrentado se me llame.
Aquí estoy yo, ¿para qué más palabras?: llama simplemente a Ilitía”.

Dijo, y retuvo su vasta corriente. Mas Ares,
levantando de raíz las cumbres del Pangeo, iba
a arrojarlas contra sus remolinos y a cegar su curso.
Desde lo alto bramó y con la punta de la lanza golpeó
el escudo: éste lanzó un grito de guerra. Temblaban del Osa
los montes, la llanura de Cranón y las cimas del Pindo,
de insanos vientos; por el miedo bailó toda
Tesalia: tal fue el estrépito con que resonó el escudo.
Y, como cuando del monte Etna, que con el fuego humea,
se conmueven todas las profundidades, al cambiar Briareo,
el gigante que bajo él habita, la postura del hombro en que se apoya;
o como cuando los hornos rugen bajo la tenaza de Hefesto,
y sus obras a un tiempo, y terriblemente chillan las vasijas 
al fuego trabajadas, y los trípodes, al apilarse unos sobre otros:
así de grande fue el estrépito que surgió del escudo bien redondeado.
Peneo, por su parte, no se retiraba, sino que se mantenía resistiendo,
de la misma forma que al principio, y sus veloces corrientes detuvo
hasta que la hija de Ceo le increpó: “¡Sálvate en paz,
sálvate! No sufras un mal por culpa de esta muestra de piedad
que me brindas: tu favor tendrá recompensa”.

Así que, tras padecer antes muchas fatigas, marchó a las islas
marinas. Mas éstas no la acogían cuando se acercaba,
ni las Equínades, que espléndida cala para las naves poseen,
ni la que Corcira se llama, la más hospitalaria de todas;
que Iris desde lo alto del elevado Mimante se lo impedía,
presa de una furia muy terrible contra todas. Ellas, ante sus amenazas,
a toda velocidad huían siguiendo la corriente, las islas con que se encontraba.
Luego a la antañona isla de Cos, tierra de Méropes,
llegó, de la heroína Calcíope sacro recinto,
mas a ella la retenían estas palabras de su hijo: “Tú, madre,
no me des aquí a luz. Pues ni la censuro ni desdeño
a la isla, que es espléndida y rica en pasto, cual ninguna otra.
Pero es que a ella las Moiras otro dios le adeudan,
un excelso vástago de los Salvadores. Bajo su corona
llegarán, no contra su voluntad, a ser gobernadas por el macedonio
una y otra tierra, y las islas que en los mares se hallan,
del oeste al este, desde donde sus veloces caballos
al Sol portan. Éste marchará por la senda de su padre.
Y en alguna ocasión una común contienda se nos presentará,
más adelante, cuando aquéllos, sobre los helenos alzando
el bárbaro puñal y al Ares celta despertando,
los postreros Titanes, desde el último extremo de occidente
se precipiten, a copos de nieve semejantes, o idénticos en número
a celestes fenómenos, cuando en mayor número por los pastos del aire vagan.
Los hijos (…)
(…)
y las llanuras de Crisa y las angosturas de (…)
se hallen rodeadas y asfixiadas, y vean el denso humo
del vecino que arde, y ya no simplemente lo oigan,
sino que ya junto al templo contemplen las falanges
de los enemigos, y ya, junto a mis trípodes,
espadas y tahalíes impúdicos y odiosos
escudos, que para los Gálatas, raza insensata, una senda infausta
abrirán: de ellos los unos serán mi presente, mientras los otros,
junto al Nilo, tras ver expirar en el fuego a quienes los portaban,
yacerán cual premio a la victoria de un rey que mucho se esforzó.
Tolomeo del futuro, éstos que recibes son vaticinios de Febo;
alabarás grandemente al adivino que aún se halla en el claustro
más adelante, por todos los días. Y tú toma nota de esto, madre:
hay en las aguas una isla diáfana, alargada,
que vaga por los mares; sus pies no reposan en el suelo,
sino que a expensas de las corrientes va flotando, como un asfódelo,
por donde el Noto, por donde el Euro, por donde la conduce el Océano.
Llévame allí, que a ella con buen talante encontrarás”.

En el mar las otras islas del que tantas cosas decía a la carrera se apartaban.
Asteria, que los bailes amas, tú desde Eubea regresabas,
por ver a las Cíclades que en círculo forman, no hace tanto,
que todavía por detrás te seguían las algas del Geresto.
Al verlo, al punto te detuviste y (…)
con audacia esto dijiste (…),
a la diosa que los dolores agobiaban contemplando:
 “¡Hera, haz conmigo eso que a ti te gusta, que de tus amenazas
nunca me he cuidado! ¡Ven hasta aquí, ven conmigo, Leto!”
Así hablaste. Ella con gusto llegó al fin de todos sus vagabundeos.
Y se fue a sentar cabe la corriente del Inopo, al que con mayor caudal
la tierra entonces hace brotar, cuando, con crecida corriente,
el Nilo desciende desde el precipicio etíope.
Se desató la faja y se recostó hacia atrás, con los hombros,
contra el tronco de una palmera, por lo angustioso de la situación
afligida: por su piel fluía el húmedo sudor.
Y dijo, desfallecida: “¿Por qué, hijo, a tu madre oprimes?
Querido, es tuya esta isla que va navegando sobre el mar.
Nace, nace, hijo, y sal con buen talante del vientre”.
Esposa de Zeus, la de grave carácter, tú no ibas a permanecer
por mucho tiempo sin enterarte, que tal mensajera llegó a ti corriendo.
Dijo jadeando, y con el miedo se mezclaba su relato:

“Hera honorable, que en mucho aventajas a las demás diosas,
tuya soy yo, tuyo es todo, que tú, cual soberana, te sientas
en el Olimpo por derecho de nacimiento, y a otra mano femenina
no tememos. Tú, la que gobiernas, conocerás al culpable de tu irritación:
Leto se desata el ceñidor al amparo de una isla.
Todas las demás la rechazaban y no la aceptaban,
mas Asteria por su nombre, cuando a su lado pasaba, la llamó,
Asteria, vómito malhadado del mar: tú misma lo sabes.
Pero, querida señora, pues puedes, ayuda
a tus servidores, que la tierra recorren a tus órdenes”.

Dijo, y a los pies del dorado trono se sentaba, como perra
de Ártemis, la que, cuando cesa en la vertiginosa cacería,
se sienta, animal de presa, a los pies de su ama, con las orejas
bien erguidas, siempre prestas a escuchar la orden de la diosa:
a ésta semejante se sentaba a los pies del trono la hija de Taumante;
ella nunca se olvida de su puesto,
ni cuando el sueño apoya en ella sus alas que olvido infunden,
sino que allí mismo, junto al extremo del gran trono,
tras apoyar a corta distancia la cabeza, torcida duerme.
Nunca la faja se desata, ni sus veloces
botas, no vaya a darle alguna orden repentina
su ama. Ésta, duramente apesadumbrada, decía:

“¡Sea ahora así, vergüenza de Zeus, desposaos
en secreto y parid a escondidas, ni siquiera donde las sufridas
jornaleras entre esfuerzos dan a luz en difíciles partos, sino donde las focas
marinas paren, en los desiertos cantiles!
Hacia Asteria no siento ningún rencor por este
extravío, ni hay por qué le haga nada que la conturbe.
Todo esto tengo que decir de ella (muy mal favor le concedió a Leto);
mas a ésta de forma tremenda la venero, porque mi
lecho no holló, y antes que a Zeus prefirió el mar”.

Dijo ella, y los cisnes, que celebran en sus cantos al dios,
tras abandonar el meonio Pactolo, rodearon
siete veces Delos y acompañaron con su canto el parto,
las aves de las Musas, los más canoros de los pájaros
(por ello luego el mozo en la lira puso cuerdas
en tal número, como veces los cisnes cantaron durante los afanes de su parto).
A la octava vez ya no cantaron, que él saltó fuera. Ellas, las ninfas delias,
estirpe de un río antañón, a gran distancia
lanzaron el sagrado canto de Ilitía, y al instante el éter
broncíneo devolvió con el eco el agudo griterío.
Y no se indignó Hera, que su ira apaciguó Zeus.
De oro entonces todos tus cimientos se volvieron, Delos,
oro manaba durante todo el día la circular laguna,
de dorada cabellera se cubrió el natalicio vástago del olivo,
y entre oro se desbordaba el Inopo de profundas aguas y remolinos.
Tú misma del dorado suelo levantaste al niño,
lo acogiste en tu regazo y tales palabras pronunciaste:

“¡Oh, Gran Señora, rica en altares, rica en ciudades, rica en dones,
próspera tierra firme e islas, que a mi alrededor habitáis!
Ésta soy yo, así, difícil de arar, mas por mí
“Delio” será llamado Apolo, y ninguna otra
tierra será tan amada por parte de otro dios:
no lo será la tierra cércnide por el soberano Posidón Lequeo,
no lo será la colina cilenia por Hermes, ni por Zeus Creta,
no lo serán tanto como yo por Apolo. Y ya no seguiré errando”.

Así lo contaste tú, mientras él tiraba del dulce pecho.
Por tanto, también entre las islas la más santa desde entonces
eres llamada, nodriza de Apolo. Y en ti ni Enio
ni Hades ponen el pie, ni los caballos de Ares.
Antes bien, en una y otra mitad del año se te envían siempre como diezmos
las primicias, y aportan coros todas las ciudades
que tierras ocuparon al este y al oeste,
al sur, y los que por encima del boreal
límite sus casas poseen, antiquísima raza.
Ellos te traen, los primeros, la caña y de las espigas
las sacras brazadas: esto, que de lejos procede, son los pelasgos de Dodona
los que lo reciben en primer lugar,
los servidores del caldero que no calla, que en tierra duermen.
En segundo lugar la ciudad de Iro y los montes de la tierra Mélide
vienen. De allí cruzan navegando a la fecunda
llanura lelantina, la de los abantes. Y ya no es larga
la travesía desde Eubea, que vecinos a ti se hallan sus puertos.
Las primeras que estas cosas te trajeron desde los rubios arimaspos
fueron Upis, Loxo y la afortunada Hecaerga,
hijas de Bóreas, y los varones que entonces eran los mejores
entre los jóvenes. Y no volaron éstos de vuelta a casa,
que la fortuna los mimó, y sin gloria ya nunca se quedaron.
Sí, las jóvenes delias, cuando el himeneo de hermosa voz
amedrenta los ánimos de las muchachas, traen como primicia
su cabellera, nunca antes cortada, para aquellas doncellas, y los chicos varones,
para aquellos jóvenes, la primera mies de sus barbas.
Asteria, rica en incienso, todo a tu alrededor las islas
un círculo formaron, y como un coro cayeron en torno a ti.

Ni en silencio ni sin ruido te contempla el Héspero
de rizado pelo, mas siempre envuelta en griteríos.
Los unos acompañan la música cantando el nomo del anciano licio,
que desde Janto te trajo el profeta Olén;
ellas, las coreutas, con su pie golpean el firme suelo.
En efecto entonces también de coronas se carga la sacra imagen
de la Cipris antigua, muy implorada, la que otrora Teseo
erigió, cuando con los muchachos regresaba navegando desde Creta.
Ellos, que habían escapado del aterrador mugido del salvaje hijo
de Pasífae, y del retorcido solar del esquinado laberinto,
en torno a tu altar, señora, cuando se alzó el sonido de las cítaras,
en círculo bailaron, y al coro lo guió Teseo.
Desde entonces los hijos de Cécrope mandan a Febo
los aparejos de aquel barco, perpetuas reliquias de la embajada.
Asteria, rica en altares, muy invocada, ¿qué marinero,
un comerciante del Egeo, pasó de largo a tu lado con su nave rauda?
No son tan potentes los vientos que sobre él soplan,
ni la necesidad le empuja a hacer la travesía a la mayor velocidad. Al contrario,
prestos plegaron las velas, y de nuevo no se hicieron a la mar
antes de, entre golpes, dar vueltas a tu imponente altar,
por sus pies batido, y morder el sacro tocón del olivo,
sus manos echando hacia atrás. Ritos son éstos que se inventó la ninfa delia
como juegos y ocasión de risa para el niño Apolo.

¡Oh, próspero corazón de las islas! Salud a ti,
salud a Apolo, y también a la que gestó Leto.



domingo, 8 de enero de 2012

AUTOBIOGRAFÍA EN LA ANTIGÜEDAD: ISÓCRATES Y SOBRE EL CAMBIO DE FORTUNAS



Isócrates de Atenas es prácticamente contemporáneo de Platón. Sin embargo, se le puede considerar en varios aspectos como su polo opuesto. 

Sobre su vida, empiezo por recordar sus fechas (436 – 338) y compararlas con las de Platón (428/427 – 348/347). Según una tradición poco fiable, se dejó morir de hambre tras la derrota ateniense en Queronea. 

Se instruyó con figuras como los sofistas Gorgias (al que sigue en el estilo), Pródico y el propio Sócrates. Descendiente de una familia acaudalada (pero no aristocrática, a diferencia de Platón), perdió la fortuna de su padre en la guerra del Peloponeso. 

Entre 403 y 390, hubo de dedicarse a escribir discursos judiciales para otros, a fin de poder sobrevivir (trabajó como “logógrafo”). Más adelante (p. ej. en Sobre el cambio de fortunas) negará haber desempeñado esta actividad, que era considerada como propia de artesanos. Mira Sobre el cambio de fortunas 36, 38: 
Ni aunque pudiera hablar así sobre mí, no se verá que me haya dedicado a discursos semejantes [de tipo forense]. A mí nadie me ha visto en los consejos ni en las investigaciones de un proceso, ni en los tribunales ni con los árbitros, sino que estoy tan alejado de todo esto como ningún otro ciudadano (trad. J. M. Guzmán Hermida). 
En 390 instituyó una escuela en la que Isócrates intentaba enseñar a la juventud lo que él llamaba “filosofía”, el tipo de educación y cultura práctica que necesitarían los jóvenes para su vida pública.

Pero, desde el punto de vista de su contemporáneo Platón, aquello no era una escuela de filosofía sino de retórica. A este respecto es importante, dentro de la obra platónica, el Gorgias y el final del Fedro (278 e ss.), donde se habla de Isócrates en términos evidentemente irónicos:
No sería nada extraño que, al avanzar su edad [la de Isócrates], en ese tipo de discursos que ahora intenta sobrepasara a todos los que anteriormente escribieron más que si fueran niños; y mucho más aún, si no le contentaran estos discursos, y a cosas mayores le condujese un impulso más divino. Pues por natural disposición, amigo mío, hay en la mente de este hombre cierta filosofía (trad. L. Gil). 
Sobre la escuela de Isócrates como escuela de retórica habla también, p. ej., Cicerón (De or. V 27, rhetoris officina). De esa escuela salieron, entre los oradores, figuras como Iseo, Licurgo e Hiperides. También formó a políticos e historiadores, desde presupuestos claramente distintos de los observados en la Academia de Platón.

Con todo, hago observar que Isócrates parece haber sentido la mayor hostilidad no hacia Platón sino hacia Aristóteles: el sentimiento, a tenor de lo que sabemos y leemos en las obras, era mutuo.

En lo político (ámbito en el que también intentó influir) defendía posturas conservadoras, se oponía a la democracia radical y era favorable al panhelenismo.

En época helenística se conservaban 60 discursos bajo su nombre: hoy tenemos 21. En ellos hay oratoria judicial (escrita para sus clientes antes de la fundación de la escuela), oratoria epidíctica, ejercicios retóricos (Helena y Busiris), así como dos textos que podemos considerar como manifiestos y defensas de su método intelectual: Contra los sofistas y Sobre el cambio de fortunas.
  • El primero de estos trabajos tiene carácter programático y debió de ser compuesto poco después de la apertura de la escuela de Isócrates; en la obra, el orador intenta marcar distancias con respecto al relativismo de la Sofística. 
  • El segundo trabajo se escribió en el año 354, desarrollando las ideas incluidas en la obra anterior (a la que cita: cfr. § 194, “Para evitar estas acusaciones [de ser un sofista], cuando comencé a dedicarme a esta actividad divulgué un discurso escrito en el que dejaba claro que criticaba a quienes hacen promesas excesivas [a los sofistas en cuanto educadores] y exponía mi propia opinión. (...) Intentaré explicaros lo que declaraba. Empezaba desde aquí”). El Sobre el cambio de fortunas es el texto que la crítica considera como la “autobiografía de Isócrates” y al que consagraremos aquí nuestra atención. 
Antes de entrar a hablar en detalle de Sobre el cambio de fortunas recuerdo que también forman parte de la obra de Isócrates discursos de carácter político, lo cual es coherente con lo esbozado antes sobre los intereses del autor.

Puede comentarse también, como otra observación de carácter general, que existe acuerdo en considerar que el estilo de Isócrates no es especialmente memorable: p. ej., es uno de los autores más criticados por distintos vicios de estilo en el Tratado de lo sublime de Pseudo-Longino.


Sobre el cambio de fortunas fue escrito a partir de una situación propiciada por el sistema judicial ateniense.
El ciudadano Megaclides, que debía sufragar, como acaudalado, unos gastos de interés público (concretamente, una trierarquía), propuso contra Isócrates, hacia el año 355, un pleito de cambio de fortunas (antídosis), que implicaba la obligación de que Isócrates se encargara de esa leitourgía (si es que se juzgaba que era más rico que Megaclides) o bien intercambiara con él su fortuna (con lo que saldría perdiendo en términos económicos). 
 Isócrates perdió el proceso, en el que le defendió su hijo adoptivo, Afareo, y hubo de cargar con los gastos de la leitourgía. Esto debió de hacerle comprender la opinión que tenían de él los ciudadanos atenienses, quienes pensaban que se estaba enriqueciendo a través de las actividades de su escuela.

Ante esta situación escribió en 354 / 353, a la edad de ochenta y dos años (cfr. § 9), su discurso Sobre el cambio de fortunas como defensa de su actuación y del tipo de paideía (educación) que transmitía. Obviamente, éste no es el discurso real que se pronunció en el proceso promovido por Megaclides, aunque la situación de partida sea análoga.

En la ficción, el discurso se escribe con motivo de una acusación formulada contra Isócrates por un tal Lisímaco; supuestamente, éste le había acusado de corromper a la juventud (cfr. el caso paralelo de Sócrates) y enriquecerse con sus enseñanzas.

Como esquema del discurso se puede proponer el siguiente:
  • 1 – 13: Prólogo (razones del autor para escribir el discurso). 
  • 14 – 25: Exordio (las dificultades de la defensa ante una acusación, tópico de las defensas judiciales). 
  • 25 – 33: Exposición de la acusación de Lisímaco. 
  • 33 – 166: Justificación de la actuación de Isócrates como orador (se aducen pasajes de tres de sus discursos: autocitas!). 
  • 167 – 292: Defensa del método de educación de Isócrates (hace un repaso de la pedagogía en el siglo IV a. C.; contrapone su tipo de educación a la de los filósofos erísticos, “discutidores”, en referencia a Platón y su escuela, Aristóteles incluido: § 258 ss.). 
  • 293 – 323: Apelación a la opinión del público (otro motivo habitual en este tipo de discursos) y exhortación a que los atenienses sigan cultivando la cultura que ha hecho famosa su ciudad. 
Jaeger (Paideia 923) consideraba este discurso como una mezcla de oratoria judicial (forense), autodefensa y autobiografía. Es cierto que, desde un punto de vista de género, presenta coincidencias con la Apología escrita por Platón:
  • En esta obra, según Jaeger, Platón crea una forma literaria nueva al convertir el discurso forense en confesión que hace un personaje intelectualmente destacado para intentar justificar sus actos ante la opinión pública. 
  • Además, la relación con la Apología de Platón se aprecia también en el nivel textual, en los ecos de la obra antigua recogidos en la moderna. 

Propongo hacer una lectura selectiva de esta obra, centrándonos en los siguientes pasajes:

PRÓLOGO (1 – 13):
  • ataques a los sofistas 
  • marca distancias entre su actividad y la de los autores de discursos forenses 
  • expone las circunstancias que le movieron a escribir la obra con 82 años: cfr. § 7, “retrato de mi pensamiento y de mis otras actividades en la vida” (por tanto, Isócrates parece concebir el texto como autobiografía avant la lettre
  • explica por qué escoge la forma del discurso 
  • emplea el motivo tópico de la dificultad de la empresa.
EXORDIO (14 – 25): la supuesta acusación de Lisímaco; hay ecos de la Apología de Platón.

JUSTIFICACIÓN DE LA ACTUACIÓN DE ISÓCRATES COMO ORADOR; cfr. § 143 ss.: síntesis de lo hecho por Isócrates en su vida:
  • orador 
  • no se ha metido en pleitos 
  • se ha mantenido al margen de los cargos públicos 
  • aportaciones a la ciudad / el tema de la envidia: en opinión de Isócrates, los atenienses le tenían envidia (éste es uno de los motivos que recurren en la obra).
DEFENSA DEL MÉTODO DE EDUCACIÓN; cfr. §§ 270 – 278: el concepto de philosophía en Isócrates.

Nótese que en Sobre el cambio de fortunas no hay apenas narración, o al menos no hay narración de acontecimientos protagonizados por Isócrates. Es muy poco lo que se nos cuenta sobre sucesos de su vida, aparte de las informaciones que da al principio sobre el proceso de antídosis.
Una excepción puede ser la referencia a la ruina familiar contenida en §§ 161 – 162. 
En algún otro lugar Isócrates refiere los consejos que le dio a un personaje público caído en desgracia (Timoteo): §§ 132 ss. Pero hay poco más. 
Entonces, ¿en qué sentido podemos reconocer en este texto una autobiografía?: ¿solamente en el sentido de que es una exposición de sus convicciones (pero no de sus “otras actividades en la vida” y una apologia pro uita sua?; ¿es esto suficiente para considerar un texto como autobiografía? 

A este respecto se ha de recordar la declaración que hizo Isócrates en § 7 y, en todo caso, cabe cuestionar hasta qué punto cumplió Isócrates con lo prometido.