viernes, 3 de diciembre de 2010

CALÍMACO, HIMNO A DEMÉTER


Hace casi un año publiqué una entrada en la que incluía mi traducción inédita del Himno a Zeus de Calímaco. En aquella entrada comentaba la existencia en Calímaco de elementos de humor, de elementos grotescos que quizá no se compadezcan con la imagen divulgada de un Calímaco “autor-de-poesía-de-porcelana”.
Hay mucho de grotesco (de voraz) en este Himno a Deméter que cuelgo ahora para completar de algún modo aquella entrada de enero de 2010.
Hay mucha voracidad en Erisictón, el personaje central del mito y del texto. Y también hay mucha voracidad literaria, mucho afán de aemulatio en el poeta de Cirene que, situado ante el riesgo de cantar a Deméter tratando otra vez los temas del Himno Homérico dedicado a esta diosa, elige un episodio radicalmente distinto de la vida de la divinidad, marginal si se quiere, dotado de una fuerza innovadora, grotesca, casi caníbal.


Mientras la cesta regresa entonad el estribillo, mujeres:
“¡Salve, salve, Deméter, que a muchos crías, rica en trigo!”
La cesta que regresa contemplaréis desde el suelo, las no iniciadas:
y que ni desde el tejado ni desde lo alto atisben
ni niña ni mujer, ni aun la que se soltó la cabellera,
ni siquiera cuando escupamos con nuestras bocas, secas por el ayuno.
El Héspero, desde las nubes, se fijó (¿cuándo regresa?),
el Héspero, el único que a Deméter convenció de que bebiera
cuando marchaba tras las huellas inescrutables de la raptada muchacha.
Señora, ¿cómo pudieron llevarte tus pies hasta el Occidente,
hasta los Negros y donde crecen de oro las manzanas?
No bebiste ni comiste durante aquel tiempo, ni tampoco te lavaste.
Tres veces atravesaste el Aqueloo de plateados remolinos,
otras tantas cruzaste cada uno de los ríos que por siempre fluyen,
y por tres veces en tierra te sentaste junto al pozo Calícoro,
sofocada, sin haber bebido; y no comiste ni te lavaste.
No, no mencionemos estas cosas que lágrimas provocaron a Deo.
Mejor decir cómo a las ciudades leyes gratas otorgó;
mejor decir cómo la caña y las sacras brazadas de espigas
por primera vez segó y los bueyes hizo que las pisaran,
cuando Triptólemo aprendía el noble arte.
Mejor decir (para que también nosotros el sacrilegio evitemos) cómo
[al malvado hijo de Tríopas lo redujo a figura de una sombra].


Aún no ocupaban la tierra cnidia, todavía habitaban la sagrada Dotio,
y en aquel lugar un hermoso soto plantaron los pelasgos,
tupido, lleno de árboles: a duras penas lo habría atravesado una flecha.
Allí pino, allí elevados olmos había, y también perales
y bellos manzanos de dulce fruto; el agua ambarina
en acequias bullía. La diosa estaba encantada con el lugar,
tanto como con Eleusis, con Tríopas lo mismo que con Ena.
Pero cuando el buen dios se irritó con los triópidas,
entonces la peor de las maquinaciones se apoderó de Erisictón.
Salió con ímpetu llevando a veinte criados, todos en la flor de la edad,
varones todos de la talla de un gigante, capaces de una ciudad entera levantar,
a los que había armado tanto con hachas como con segures;
a la carrera llegaron, gente desvergonzada, al soto de Deméter.
Había un álamo, árbol elevado que el cielo tocaba;
en su cercanía las ninfas al mediodía se solazaban.
Éste, golpeado el primero, entonaba para los otros una terrible canción.
Se dio cuenta Deméter de que su bosque sacro padecía,
y dijo irritada: “¿Quién tala mis hermosos árboles?”
Al instante de Nicipa (a la que la ciudad había nombrado
su sacerdotisa oficial) adoptó el aspecto, y tomó en sus manos
ínfulas y amapola; al hombro portaba una llave.
Y dijo, intentando aplacar al perverso y desvergonzado varón:
“Hijo, tú que los árboles a los dioses consagrados, talas,
hijo, para; hijo, tan ansiado por tus padres,
déjalo, y a los criados detenlos, no se enoje en algo
la venerable Deméter, cuyo santuario mancillas.”
Tras mirar a ésta torvamente, con más fiereza de la que con un hombre,
un cazador, usa en los montes de Tmaro una leona
recién parida, cuya mirada afirman que es la más fiera,
“¡Retírate,” dijo, “no te clave en el cuerpo el hacha inmensa!
Estos árboles techarán mi morada, en la que banquetes
que el ánimo agradan por siempre, sin cesar, con mis amigos celebraré”.
Dijo el jovenzuelo, y Némesis tomó nota de sus perversas palabras.
Deméter se irritó de modo indecible y se convirtió de nuevo en diosa;
sus pies hollaban la tierra, mas su cabeza tocaba el Olimpo.

Los unos, medio muertos después que a la soberana vieron,
al punto se alejaron, abandonando el bronce en los árboles;
ella de los demás se despreocupó, que a la fuerza seguían
el mandato de su amo, pero a su adusto señor replicó:
“¡Sí, sí! Constrúyete un palacio (¡perro, más que perro!) en el que banquetes
hagas, que en el futuro te aguardan comidas constantes.”
Ella, diciendo esto, de Erisictón labraba la desgracia.
Al punto le envió un hambre terrible y salvaje,
abrasadora, fortísima; una grave enfermedad lo consumía.
¡Infeliz!, de todo cuanto consumía volvía a tener deseo.
Veinte se afanaban con la comida, doce escanciaban el vino.
Y también junto con Deméter se irritó Dioniso:
que lo mismo ofende a Dioniso lo que también a Deméter ofende.
Ni a las fiestas ni a los banquetes de los camaradas lo enviaban,
por vergüenza, sus padres; excusas hallaban de todo tipo.
Llegaron los orménidas, convocándole a los certámenes
de Atenea Itonia. Pues bien, su madre rechazó la invitación:
“No está en casa, que desde ayer anda de camino a Cranón,
para reclamar una deuda de cien bueyes”. Llegó Polixo,
la madre de Actorión, cuando preparaba la boda de su hijo,
para invitarlos a los dos, a Tríopas y a su vástago.
A ésta la mujer, compungida, le respondía entre lágrimas:
“Tríopas, sí, irá, pero a Erisictón lo alcanzó un jabalí
en el Pindo de hermosas cañadas; nueve días ha que está postrado”.
Madre desdichada, amante de tu hijo, ¿qué mentiras no dijiste?
Alguien daba una fiesta: “Erisictón está de viaje”.
Alguien tomaba esposa: “A Erisictón lo golpeó un disco”,
o “Se cayó del carro”, o “Lleva la cuenta de sus ovejas en Otris”.
En lo hondo de la morada luego, banqueteando todo el día,
comía todo en cantidades inmensas. Su abominable estómago se hinchaba
cuanto más iba comiendo, y como en las profundidades del mar
caían todos los alimentos, para nada, sin ningún provecho.
Como en el Mimante la nieve, como muñeca de cera al sol,
aún más que éstas él se derretía hasta llegar a los nervios,
que al desgraciado sólo piel y huesos le quedaban.
Lloraba la madre, y terriblemente se afligían las dos hermanas,
la nodriza que lo amamantó y las innumerables siervas.
Hasta el mismo Tríopas se mesaba los grises cabellos,
mientras estas protestas presentaba a Posidón, quien no le atendía:
“¡Padre desnaturalizado!, mira a éste, el tercero contando desde ti, si es que yo
de ti y de la eólida Cánace soy linaje, y de mí a su vez
nació este miserable retoño. Ojalá mis manos
lo hubieran enterrado tras ser asaeteado por Apolo.
Ahora un apetito perverso, insaciable, acampa en su mirada.
Líbrale de esta terrible enfermedad, o bien tú mismo
aliméntalo, tomándolo a tu cargo, que mis mesas no dan para más.
Desiertos están mis rediles, mis establos vacíos ya
de rebaños, pues nada le negaron los cocineros.
Además, también a las mulas las desuncieron de los grandes carros,
y se comió la vaca que su madre criaba para Hestia,
y al caballo de carreras, y al de guerra,
y a la comadreja, ante la que temblaban las pequeñas bestezuelas.
Mientras en la casa de Tríopas riquezas quedaban,
sólo las domésticas estancias conocían la desgracia.
Mas cuando aquellos dientes hubieron secado las despensas de la casa,
entonces el hijo del rey se aposentó en las encrucijadas,
suplicando un bocado y los desperdicios, despreciados, del banquete.

Deméter, que no me sea grato aquel que a ti te sea odioso,
que no vivamos pared con pared: los vecinos malvados me producen odio.

(…) muchachas, y entonad el estribillo, las que habéis parido:
“¡Salve, salve, Deméter, que a muchos crías, rica en trigo!”
Y como las yeguas de radiantes crines portan la cesta
en número de cuatro, así a nosotras la gran diosa, poderosa soberana,
vendrá, trayendo la radiante primavera, el radiante verano, el invierno
y el otoño, y hasta otro año nos protegerá.
Y, como sin sandalias y con cabeza descubierta la ciudad recorremos,
así también pies y cabezas indemnes tendremos por siempre.
Y, como las portadoras de los capazos los llevan llenos de oro,
así nosotras oro sin tasa obtendremos.
Que sigan hasta el pritaneo de la ciudad las no iniciadas
y, las que lo estén, que marchen hasta la diosa,
las que se hallen por debajo de sesenta. Pero, las que tengan impedimento,
tanto la que tiende la mano a Ilitía como la que sufre dolores,
a ellas les basta con esto, lo que puedan sin forzar sus miembros. A éstas Deo
les dará todo con creces, como si a su templo hubieran llegado.

Salud, diosa, a esta ciudad mantén en la concordia
y la prosperidad, y produce en el campo todo en abundancia.
Haz medrar los bueyes, haz brotar frutos y espigas, haz que llegue la cosecha;
haz medrar también la paz, para que, quien are, sea también quien coseche.
Seme propicia, tú, a la que tres veces se suplica, soberana, poderosa entre las diosas.

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